lunes, 24 de octubre de 2011

El profesor de piano

Era un buen profesor de piano... No había duda. Algo estricto quizá pero en el fondo buen profesor.

El pianista retirado observaba los premios que había ido consiguiendo a lo largo de su carrera. Empezó a tocar con cuatro años y a los ocho debutó en el Carnegie Hall con una obra que sus dedos todavía podían recordar... Acariciaba con éstos el sofá donde permanecía sentado desde hacía media hora escuchando a un alumno nuevo. No es que tuviera grandes posibilidades pero era dinero contante y sonante. Y de eso siempre necesitaba más.

El pianista se levantó del sofá – casi se duerme con el “pequeño recital” del muchacho- y empezó caminar para estirar un poco las piernas.

  • ¿Y bien? ¿Qué le pareció? - Preguntó el alumno.

  • Bien... No está nada mal... No está nada mal... Si quieres prepararte para las pruebas en Viena tendremos que trabajar duro... ¿Lo sabes?

  • Sí, por supuesto, soy consciente.

  • ¿Sabes que mis clases son... caras?

  • Sí, lo sé... Pero estoy dispuesto a correr el riesgo.

Hablaron un rato más y luego se despidieron.

  • Por cierto es un mi bemol.

  • ¿Qué?

  • El primer pasaje de la balada es un mi bemol.

  • ¡Ah! ¡Gracias!

Por fin se había largado... ¡Dios! Qué tostón de clase...

El pianista vivía en un pueblecito de las afueras... Era un pueblecito muy singular porque la mayoría de sus habitantes no habían salido casi nunca del pueblo. Eran muy particulares estos campesinos. Una de estas rarezas eran sus manos ya que a casi todo el mundo le faltaba el dedo meñique. Era algo apabullante.

Sonó el timbre. Seguramente era el tostón de las 18h.

  • ¡Hola! ¿Cómo estás? - preguntó el profesor al niño de ocho años.

  • Bien... He... He estudiado mucho- respondió el muchacho.

  • ¡Muy bien!

Pasaron al salón y el niño empezó a tocar. De repente se quedó estancado en una pequeña pieza de Beyer... El pobre todavía tenía los dedos muy débiles como para tocar esa pieza pero el profesor confiaba en que poco a poco se adaptaría.

  • Bueno, bueno... ¡Se nota que has estudiado! - dijo el profesor sonriente.

  • ¿De verdad? - preguntó el niño.

  • Sí, de verdad... Cuidado con esta nota, ¿La ves?- respondió el profesor.

  • Sí... - afirmó el alumno.

  • Esta es...

  • Un... ¡Un do!

  • ¡Muy bien! ¡Lo estás haciendo muy bien!- le felicitó el profesor.

  • Gracias – respondió el niño con mirada de admiración hacia aquel personaje extranjero.

  • Cuidado no te vuelvas a equivocar... O te cortaré un deditoooo – le dijo el profesor haciéndole cosquillas.

El niño rió estruendosamente mientras el profesor también lo hacía. Al principio tal broma no fue bien acogida por el pueblo. Ya se sabe... con esa particularidad de las manos no era cuestión que ningún extranjero viniera a reírse pero luego se fueron acostumbrando a él. Sí, esa es la palabra... acostumbrando, porque aceptar es una palabra que casi no se aplicaba ni para los propios pueblerinos.

El profesor de piano había llegado a aquel pueblo después de hacer alpinismo con unos amigos. Habían empezado a escalar los pirineos y, cuando parecía que estaban perdidos, después de tres días sin alimentos, congelados, unos hombres los encontraron.

Todavía no sabía exactamente cómo había llegado a aquel pueblo. Sólo sabía que era un pueblo que ni aparecía en los mapas y que consiguieron llegar gracias a aquellos hombres. Lo triste de todo ello es que él perdió dos dedos de la mano y decidió quedarse allí antes que volver, derrotado por la naturaleza.

El profesor de piano miró a través de la ventana... Era curioso lo bonito que era ese pueblo y lo mucho que lo aborrecía. Tan sólo estaba allí por orgullo, por no querer contar al resto del mundo que perdió dos dedos en una mísera batalla contra los elementos.

Miraba a la gente del pueblo. Casi todos habían sido alumnos suyos, casi todos. Aún quedaba alguno que se había rezagado y que no se había atrevido a dar clases.

Se sonrió por un momento mientras sonaba el timbre. Debía ser el tostón de las 19h.

  • ¡Hola, profesor!

  • ¡Hola, querido! - respondió el profesor con una sonrisa forzada.

Llevaba días que no podía soportar a aquel alumno... sí... tocaba de pena. Muchos hablaban por entonces de pedagogía pero él sabía en su fuero interno que la pedagogía era para pusilánimes... Estos niños necesitaban disciplina.

Empezó a tocar la misma obra de siempre... Con los mismo fallos, los mismos errores.

  • A ver ¿Cuántas veces te he de repetir que esto no es así? - le preguntó el profesor.

  • Lo siento... He estudiado... de verdad... - dijo el niño temblando.

  • No, si yo te creo... Pero dime... ¿Cuándo cumpliste los ocho añitos?

  • La... La semana pasada... profesor – dijo el niños con lágrimas en sus ojos.

  • Sabes que dejo tres añitos de margen para que os pongáis las pilas pero veo que seguíis sin entender que hay que trabajar duro...

  • Lo... Lo siento, de verdad – dijo el niño sollozando.

  • Sí, claro ¿Cuánto tiempo llevas intentando tocar el concierto nº18 de Mozart? ¿Cuánto?

  • Pero... Pero es que...

  • ¡¡Pero nada!! ¿Sabes lo que te va a pasar?

El niño asintió. El profesor de piano era muy severo con sus alumnos y no perdonaba a nadie. Con siete años tenía que saber tocar aquel concierto.

  • ¿Sabes que yo toqué ese concierto a tu edad?

  • Sí... lo sé.

El profesor le tendió la mano para recibir la manita del pequeño. Era una manita pequeña y redondita, nada que ver con las manos de los pianistas. A lo mejor llegaba a ser un buen profesor el día de mañana pero no un gran pianista.

Cogió la mano del muchacho y la puso en una mesa. Era una mesa especial ya que era más alta de lo normal. El color era de un rojizo que no se distribuía de forma uniforme.

El profesor de piano agarró fuertemente la mano del niño mientras con la otra mano cogía un cuchillo.

El dedo pequeño salió volando acompañado de un chillido desgarrador por parte del niño y su consecuente desmayo. Todavía quedaban restos de otros dedos en el lugar.

Sonó el timbre. Seguramente era el padre de la criatura. Se afanó en envolverle cuidadosamente la parte sangrante de la mano mientras que abría la puerta.

  • Lo siento, a mí me duele más que a ustedes hacer esto pero ya saben...

  • Sí,sí... claro – respondió el padre mientras miraba al hijo medio inconsciente – eres un fracaso... eres un fracaso.

  • Lo siento, de verdad... - murmuró el niño encogido de dolor.

El pianista cerró la puerta tras de sí... Desde que él había llegado muchos de los pueblerinos habían perdido su dedo intentando tocar piano, pero tenía que buscar al pianista perfecto, sabía que existía en ese lugar, lo sabía... Y cuando lo encontrase tendría preparado su mejor cuchillo... nadie le haría sombra...



Ilustración: Lali Rivero

2 comentarios:

  1. Gracias!Abrí un blog donde estoy poniendo lo que he ido escribiendo. Si te apetece leer alguno más mira en mi perfil. Muchas gracias por comentar!

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